Mi nena de Concreto

Desde que tengo uso de razón vivo entre concreto: mi pequeña Trujillo. Hurgando en los recuerdos de mi infancia evoco las altas palmeras, el viento cálido, sol radiante, las casonas coloniales, casas de un piso levantadas al compás de la modernidad de los 70’s. Recuerdo las caminatas nocturnas con mi abuelo y mi tío Mario, quienes luego de llegar del trabajo, gustaban recorrer un par de calles hasta la Plaza de Armas, ponerme a jugar en el Monumento a la Libertad –cuyo creador nunca pensó que en las ribeteadas lozas de su estructura, los niños encontrarían un perfecto tobogán-, para luego caminar de regreso a casa escuchando nítidamente el eco de nuestros pasos, bajo la soledad de los faroles amarillos, relajados con el masaje de la noche.
En aquel entonces vivíamos en un antiguo pasaje del centro histórico de Trujillo, al que luego de algunas peripecias domiciliarias finalmente he regresado. Ya no soy una nenita de 7 años, ya no habito la antigua casa de los abuelos, ni salgo a caminatas nocturnas.
Algunas cosas han cambiado.
El olor a concreto caliente de otrora ya no se percibe, y en vez de ello huele a polvo, a contaminación, y –aunque suene físicamente imposible- huele a ruido.
Por las noches, me apresa un retorno: mis dos hombres a paso lento a través de el angosto y largo Jr. San Martín, y yo media cuadra delante, sintiendo que al correr lejos de ellos tenía libertad. Corro y corro tan a prisa como mis pequeñas piernas sieteañeras pueden ir.
Hoy ya no me provoca correr, salgo a caminar. Un apático “guachimán” congestiona el pórtico de una casona. Mi paso lo despierta. El pique de un automóvil quema el asfalto y al doblar la esquina delante de mí, un distorsionado ruido se aúna al de las llantas: la velocidad provoca el retardo de un monótono reggeaton.
Camino durante media cuadra, al final de la cual advierto que voy demasiado rápido, ¿huyo?. Sí, huyo de 2 tipos de vestimenta descuidada, facciones oriundas, menor estatura que yo, muy juntos, muy sospechosos, y bajo el amarillo del poste, puedo ver sus miradas fijas en mí, algún corte en las mejillas vividas.
Huyo del automóvil que reduce la velocidad al pasar por mi lado, de aquél otro que baja su luna para decir obscenidades.
Ya casi estoy en la Plaza de Armas de mi ya no tan pequeña amiga de concreto. El panorama monumental de la Plaza de Armas no es el de antes, algo parece haber perdido su magnificencia: La estatua a La Libertad merece mi crítica, las calles como pistas de baile de basura merecen mi reprobación, la gente malcriada mi repudio. De pronto siento pena por mí, ya no me dejo inundar de orgullo de mi veleidosa jovencita pues ha perdido un poco de su virreinal heroicidad.
Doy una vuelta a la plaza: lustrabotas, canillitas, gitanas, grupos de gays –que siempre se reúnen a las 10 pm-, gente...
Levanto los ojos: Tengo 7 nuevamente, las palmeras danzan de cara al viento, viejos cachivaches amueblan los techos coloniales. En el fondo es la de siempre, su espíritu está intacto, lo sé por la expresión imponente de las casonas; y es que como dice Ribeyro, cada vez iré sintiendo menos y recordando más; ¿y qué son los recuerdos, si no el idioma de los sentimientos?.
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